LÁNZALO AL MAR

Lánzalo al mar

RELATO

«Lánzalo al mar»

Elena estaba hundida, la prematura muerte de su esposo la había empujado a adoptar nuevos hábitos con el fin de poder distraerla del tiempo. De la pena, no. A esa no lograba quitársela de en medio. Conjugaba visitas con la doctora Ruiz, pastillas para olvidar y largos paseos por la playa.

Lo único que deseaba era recluirse en sí misma y sentarse frente a aquella doctora de apenas veinte años no servía de mucho. No le despertaba confianza. Tampoco ella era muy dada a las confesiones, siempre le había costado sincerarse porque la queja y la excusa no tenían cabida en su vida. Si algo malo le ocurría, creía que era porque se lo tenía bien merecido.

No era buena. No al menos lo suficiente. No al menos como todo el mundo creía.

Tenía un lado oscuro que se esforzaba por ocultar pero del que no podía librarse y ahora la vida había decidido darle un escarmiento. Dando por bueno el castigo conseguía encontrar paz, sentía que era indigna y ahora estaba pagando por ello.

Una noche, y como si otra persona hubiera tomado la decisión por ella, garabateó un puñado de palabras sobre un mantel… me perdono y con este perdón, me libero del dolor.

Fue la primera noche que concilió el sueño sin necesidad del llanto.

Por la mañana, resuelta y decidida y con el mar como testigo repasó con rotulador permanente esas letras con el fin de que pudieran presidir su mesa siempre. Amó esa frase y las sensaciones que le producía repetirlas. Pronto formaron parte de su vida y comenzó a tatuar con ellas todo lo que sus manos tocaban: botellas, colchas, ollas y cacerolas… Decoró cada rincón de su casa con aquella frase sin saber que, cada vez que la pronunciaba, un ramillete de pensamientos oscuros se desvanecía en su mente.

-¡Elena! – su amiga Cayetana le gritaba desde la calle – ¿vienes?

Era sábado y por tanto, día de mercadillo. Cayetana nunca faltaba a la cita. Solía buscar la compañía de Elena tanto, como esta rechazarla, y es que desde que enviudara no tenía ánimos para según qué menesteres. Pero una buena mañana, la negativa de siempre se convirtió en un rotundo y cantarín… ¡sí, voy!

El Universo entero parecía haberse organizado para regalarle una maravillosa jornada. El cielo sin nubes con un sol tibio y agradable. Personas sin prisas y con sonrisa en la cara. Saludos amables y colorido en los puestos. Elena se sentía agradecida por aquel momento y sentir gratitud ¡le hacía tanta falta!

Regresó a casa contenta con algunos frascos de vidrio en el bolso y solo una idea en su cabeza: hacer caso, por primera vez, a las recomendaciones con las que su doctora llenaba el tiempo en la consulta… la pena hay que sacarla, mujer, no te la quedes dentro. Háblame, habla con alguien, háblate frente el espejo, mientras no te lo guardes no importa… sácalo y lánzalo al mar. Los pensamientos que duelen se los tiene que llevar la marea tan lejos como pueda, hasta el otro del mundo o más allá, si se quedan dentro se apoderan de uno, se enquistan y pasan a controlarte sin piedad… la pena y el dolor crecen y terminan por tomar las riendas… Elena, hazme caso y sácalo.

Y tras prepararse una taza de café se dispuso a obedecer. Decidió plasmar su dolor sobre el papel para, literalmente, lanzarlo al mar dentro de los frascos que había comprado. Cuando hubo terminado de redactar la primera de sus cartas, sintió que una bocanada de aire le recorría por dentro. Al fin, la pena le concedía un respiro. Con las que le siguieron, esta agradable sensación se fue acentuando, tanto, que comenzar sus días desprendiéndose de un poquito de tristeza terminó por convertirse en una necesidad. Nunca las releía, tras el punto final a su firma formaba un cilindro con ella y la introducía en el frasco. Se cuidaba de que estuviera bien cerrado y como broche, culminaba su ritual escribiendo en uno de sus laterales y en rojo chillón palabras sueltas que le venían a la mente sin tener sentido ni lógica… gracias, olvido, libertad, te amo…

Lo siguiente era dirigirse al mar. Lo lanzaba con rabia contra las olas y sin pensarlo le daba la espalda. Paseaba de vuelta a casa sintiéndose más ligera y con la seguridad de que aquellos pedacitos de cristal llenos de emoción no encontrarían destinatario.

Se equivocaba. El mundo de lo invisible con sus coincidencias y planes perfectos, tenía guardados para ella encuentros y sorpresas, pequeños milagros que compartiría con un joven muchacho que habitaba en un lugar muy lejano.

Se llamaba Manuel, tenía 30 años y desde hacía tiempo no esperaba nada de la vida. Bien temprano se calzaba los deportivos y salía a correr por la playa, una mañana tropezó con algo, parecía una botella vacía, sucia y medio rota. Pasó junto a ella sin percatarse de que en su interior había algo parecido a un trozo de papel, sin embargo, cuando volvió a recorrer de nuevo el camino en dirección opuesta algo ocurrió. No fue nada estrambótico ni estridente, los momentos cruciales de la vida nunca lo son, al contrario, discurren con normalidad y se camuflan en la monotonía para más tarde, con el paso de los años ser recordados como… desde aquel día. Siempre hay un desde aquel día, o a partir de ese momento. Pues ese punto anodino en la vida de Manuel que supondría el principio del resto de su vida, tuvo lugar en la orilla del mar, en un día de julio que prometía ser más que caluroso. En ese bonito lugar y en ese maravilloso día, a Manuel se le desató la cordonera de la zapatilla y al agacharse para volverla a atar, se topó de bruces con un frasco de cristal a través del que  podía ver perfectamente un trozo de papel con letras escritas. La curiosidad fue más fuerte que cualquier otro impulso. Abrió aquel recipiente  con cuidado desenrolló lo que contenía. En ningún momento se planteó la pertinencia o no de leer su contenido, aquello parecía una carta y tras una ojeada general, se lanzó a por el resto de sus letras de inmediato. Decía así:

«Hoy.

Llevo tiempo pensando en el fin, en reunirme con él, en terminar con todo ya. No sé qué me retiene aquí, pero si sigo respirando es porque debo hacerlo. Hace unos días que he dejado la medicación y sorprendentemente me encuentro mejor, puedo pensar con claridad y el dolor es el mismo, no ha aumentado. Ayer fui con Cayetana al mercadillo y compré unos frascos de cristal, no sé, fue un impulso y ahora escribo esto y después bajaré hasta la playa para rociar el mar con mi dolor. Me siento estúpida y absurda. Pero eso no es nada nuevo. En fin…

Nadie en especial».

Las palabras de aquella desconocida calaron profundamente en Manuel. Leyó y releyó la carta varias veces allí, de pie, con el sonido del mar de fondo y con muchísimo celo volvió a introducir la carta dentro del cristal y con este en su mano derecha puso rumbo a casa. Lo depositó en la encimera de la cocina, junto una maceta de hierbabuena que regaba siempre a destiempo. Ya por la noche y entre sábanas, tuvo que levantarse porque el recuerdo de esa carta lo mantenía desvelado. ¿Quién sería aquella mujer? ¿Dónde viviría? ¿Qué aspecto tendría? ¿Cuál era la causa de su dolor? ¿Podría ayudarla?

Releyó la carta hasta en tres ocasiones en una infructuosa búsqueda de respuestas y con una extraña sensación de desasosiego se rindió al sueño.

Tuvieron que transcurrir seis días antes de que el mar le entregara otra carta, esta vez el tono era menos duro, la chica hablaba de planear una excursión en la montaña, de salir a cenar y además dejaba abierta la posibilidad de asistir a un baile. La percibía más animada, en esta ocasión las letras no estaban corridas por lo que supuso serían lágrimas, y no sabía por que, pero esa mejoría repercutía también en su propio estado de ánimo. No había duda de que se encontraba mejor, quizá los hechos no fueran tan graves como había imaginado, igual se trataba de un desamor temprano o una discusión familiar, no sabía, pero lo cierto era que en esta carta la despedida era más suave: «Por encima del dolor, yo».

Manuel colocó el segundo frasco junto al primero en un lugar bien destacado de su habitación asegurándose de dejar espacio por si el destino le regalaba más pedacitos de aquella misteriosa mujer. Y sin darse cuenta, pasó de la sorpresa inicial que le había supuesto encontrar la primera carta al anhelo de esperar la llegada de la siguiente y desde este, a un enamoramiento adolescente y absurdo. Allá por la quinta carta, se encontraba perdidamente cautivado y con un único deseo en el corazón: conocerla.

Por su parte, Elena estaba renaciendo. Poco a poco comenzaba a salir adelante. Se curaba de la pena y el inesperado adiós a base de escribir cartas y lanzarlas al mar. Se había prometido a sí misma que sonreiría a menudo a pesar de no tener ganas, que haría de las palabras de perdón su lema de vida y que charlaría consigo misma cada noche, frente al espejo y mirándose con valentía a los ojos. Solo palabras hermosas, nada de reproches. De esos ya había tenido bastante. Y esta sencilla terapia la estaba salvando. Florecía y sus cartas, también. De vez en cuando se le escapaba algún dato que si para ella era trivial, para Manuel lo era todo… anoche cené en el restaurante del Pino… Cayetana ha salido con un grupo de amigos al cine, la película prometía, pero en ese cine, en el Estrella de Oriente, siempre hace calor… cualquier nombre, fecha o referencia eran un tesoro para Manuel… me iría bien un cambio, nuevo trabajo, nueva ciudad, nueva vida.

Estaba seguro de que algún día la encontraría, guardaba para ella todos y cada uno de los frascos que encontraba en el mar y todas y cada una de las cartas en las que su amor le entregaba un poquito de sí misma, 15 llevaba recogidas. Salía cada mañana a correr con las emociones encontradas, expectación e ilusión por si volvía a encontrar otra carta de su amada y un horrendo temor ante la posibilidad de que esto no ocurriera. ¿Y si el mar dejaba de regalarle trocitos de aquella mujer? Tenía que encontrarla, ella cada vez era más feliz, en su última carta se despedía con un hermoso: «Más que nunca, yo».

Manuel fantaseaba a todas horas con las infinitas posibilidades de su color de pelo, su aroma, su sonrisa… su nombre. Y cuando de repente las cartas dejaron de llegar, creyó enloquecer… ¿ya está?, ¡no puede ser! Y regresaba a la orilla del mar cada mañana. Y ya no corría. Se sentaba en la tibia arena a esperar. Hasta ese momento, las escasas pistas que Elena había dejado no le habían conducido a ninguna parte. Quizá la distancia física entre ellos fuera insalvable, pero… ¡la sentía tan cerca!

Cuando el verano se despidió Manuel también tuvo que decir adiós a sus esperas matinales. Tenía que convertirla en olvido. Lanzaría los frascos al mar, los devolvería al lugar de donde vinieron, le dolía contemplarlos y ahora, releer aquellas cartas se había convertido en una tormentosa obsesión. Estaba decidido. Al salir del trabajo, lo haría.

-¡Manuel!, ¿puedes venir un momento? – su jefe quería presentarle a alguien – te presento a Elena, empieza hoy su andadura con nosotros y quiero que pase la mañana contigo.

Manuel la saludó sin apenas mirarla y asintió con la cabeza aprobando la propuesta de su jefe. Estaba de nuevo frente a otro de esos momentos que te cambian la vida y no se anuncia a bombo y platillo. No tardó en darse cuenta de quién era ella, apenas le bastaron unas palabras escritas de su puño y letra, nada más. La sorpresa inicial lo dejó en shock, aturdido y con dificultad para expresarse con coherencia. Pensó que lo mejor sería guardar silencio y es que cuando el destino decide, poco más hay que añadir. Y el destino de Manuel había decidido responder a sus deseos orquestando un complicado plan que incluía infinitas idas y venidas de unos y de otros, convirtiendo lo imposible en realidad y un deseo inalcanzable en un prometedor comienzo.

Esa misma mañana había llegado a la playa la última carta de Elena, no encontró a Manuel esperándola. No importaba, esta carta no iba dirigida al viento como las otras, la última carta escrita por Elena iba dirigida a sí misma y esto es lo que decía:

«Debo ponerme manos a la obra, tengo cosas que hacer para mí y también para los demás. No es tiempo de demoras ni retrasos, no tiene sentido posponer lo inevitable. Debo respirar hondo y con una sonrisa ir a por ello. Prometo disciplinarme, centrarme y aceptar lo que la vida me traiga, malgasto maravillosa energía en luchar contra todo. Estoy cansada de eso. Ahora sé que aceptar es la solución, aceptar y agradecer. Pongo rumbo hacia una nueva vida, otra ciudad, otro trabajo… los cambios me asustan pero ya lo he decidido.

Elena».

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